No existe un “yo” anterior a la “estructura natal”

El excesivo énfasis puesto en la carta natal individual suele oscurecer el hecho de que las sucesivas formas que el sistema solar adopta responden a una matriz única que posee un patrón absolutamente regular de manifestación. A medida que los planetas recorren sus órbitas se van formando los dibujos que simbolizan las cualidades que se corporizarán en una existencia concreta. Estas órbitas obedecen a un algoritmo matemático que define las sucesivas posiciones de los planetas a lo largo de los milenios, así como los ángulos que establecerán entre sí. El Cielo de cada instante -cada carta natal- no constituye un dibujo autónomo sino que es una transformación particular de esa matriz, está absolutamente implicado en cada uno de los instantes anteriores y posteriores, de igual manera que una ola no es más que un rizo en el flujo del océano.

Si miramos nuestra existencia desde un punto de vista individual podemos decir que cada nacimiento encarna un momento de ese flujo que se desplegará en una trama de relaciones –otros dibujos del Cielo- matemáticamente congruentes entre sí. Desde una perspectiva más amplia podemos pensar que se trata de una red que se materializa por medio de los distintos “individuos” que comparten destinos comunes. Un racimo de nacimientos engarzados por su coherencia estructural.

A través de cada uno de estos racimos –u oleadas de nacimientos- se despliega en la Tierra la continuidad matemática de las transformaciones del Cielo. A su vez, cada existencia concreta modifica con su experiencia la sustancia de la Tierra, comprometiendo así las posibilidades de aquellos instantes –otras transformaciones preestablecidas de la matriz- que se corporizarán en el futuro.

Cada uno de los diseños de la trama celeste expresa, o simboliza, cierta vibración o cualidad sintética que emerge de la relación entre los distintos factores que lo componen (planetas, signos, ángulos) tal como un acorde musical nace de la peculiar resonancia entre las notas que lo conforman. Como sabemos, esa vibración sintética que hace a la singularidad del nacimiento se distribuye, a su vez, a través de otra matriz: el sistema de casas asociado al lugar, que define en gran medida los escenarios en la vida de ese individuo, es decir, a través de qué tipo de vínculos o acontecimientos particulares se manifestarán cada una de las notas que componen el acorde.

Cada carta natal describe la trama vincular asociada al cuerpo del niño que nace en determinado instante y lugar. La vibración sintética de ese momento se refracta en una multiplicidad de relaciones y sucesos que constituyen el “destino” de ese niño. Éste se encuentra envuelto, por así decirlo, en las cualidades que le corresponde expresar pero la mayor parte de ellas se manifiestan inicialmente a través de otras personas y las situaciones que con ellas protagoniza.

Aquí comienza un doble movimiento que encarna -en una existencia individual- toda la tensión entre lo separativo y lo holístico, entre la forma en crecimiento que debe ser protegida y el nivel global del sistema energético. Desde el punto de vista psicológico es necesario que el niño se discrimine de las personas y situaciones que lo rodean, a fin de configurar una identidad estable. Esta identidad consciente –que llamamos yo- desarrollará una forma relativamente constante de relacionarse con las experiencias inscriptas en el instante de nacimiento, que a partir de este momento le parecerán como definitivamente “externas”.

Pero desde el punto de vista astrológico, lo que en realidad sucede es que se ha establecido un patrón de identificación dentro del campo de la carta natal. El yo no es nada más que un fragmento de esa totalidad, una particular y necesaria organización de la misma, no una estructura independiente o anterior a ella. Las frases coloquiales como “mi carta natal”, “mi Saturno” o “mi Ascendente” son construcciones equívocas del lenguaje que evidencian, una vez más, su distancia respecto del paradigma astrológico. No existe un yo anterior a la estructura natal sobre el cual “influyen las estrellas” sino que esa sensación de identidad que llamamos yo, “identidad consciente” o “personalidad”, es un efecto del despliegue cíclico de la matriz natal. Una estructura arquetípica, que adquiere determinadas características a partir de la previsible cristalización de algunas de las cualidades del mapa.

Ciertos niveles de la carta natal resuenan de tal manera en nuestra sensación de “interioridad”, que son rápidamente reconocidos como “propios” o como formando parte de aquélla. Otros, en cambio, permanecen alejados de toda identificación e incluso parece imposible que alguna vez puedan ser aceptados como aspectos del Sí-mismo.

En sus niveles más básicos, nuestra conciencia está condicionada para fragmentar el campo global en un sinfín de dualidades como bueno/malo, interno/externo, deseable/temible, etc. Este condicionamiento actúa como un verdadero “selector arquetípico” de vibraciones haciendo que algunas de las cualidades natales coagulen con extrema rapidez y definan los bordes de la identidad consciente, mientras que otras sólo podrán ser aceptadas después de una larguísima elaboración. Podríamos decir que lo que llamamos “destino” es precisamente esta “larguísima elaboración”: el abismo que se abre entre lo que cada ser humano cree ser -a partir del momento en el que se estabiliza el yo- y lo que realmente es.

Cuando observamos una carta natal debemos tener en cuenta, entonces, tanto la tendencia a la cristalización en una identidad fija como el desarrollo de la capacidad de redefinir las identificaciones que fueron necesarias y, así, permanecer abiertos al despliegue de la vibración profunda del instante de nacimiento.

Ambos movimientos forman parte del arquetipo de nuestra existencia. Desde este punto de vista, en todo individuo se desarrolla primero una estructura de personalidad que fluctúa alrededor del punto de equilibrio entre las necesidades de la estabilidad psíquica y las cualidades energéticas del mapa. Se erige como una barrera, dentro de la estructura natal, que separa aquello que podemos reconocer como características “personales” del “destino que nos toca vivir”. Pero, a partir de determinado momento, la lógica del sistema apunta a disolver esa misma estructura que construyó inicialmente. En cada giro de la rueda lo desconocido de sí mismo retornará con precisión matemática y en cualquier evento existirá una información con el potencial suficiente como para alterar los supuestos con los cuales nos habíamos identificado. Pero si la estructura de la personalidad es demasiado rígida o no están suficientemente desarrolladas las cualidades aptas para acompañar la segunda parte del proceso, es inevitable que se instaure un conflicto recurrente entre la identidad auto-centrada y los acontecimientos.

En algunos casos, la personalidad construida no es suficientemente sólida y en consecuencia se siente a merced del “destino”, en otros, el aprendizaje en la expansión del yo ha sido exitoso y la persona tiene la sensación de poseer un fuerte control sobre el mundo. Pero en una u otra situación, el paradigma de la existencia es el mismo: Responde a una lógica basada en el conflicto entre lo “interno” y lo “externo”, y en ninguno de los dos casos ofrece los elementos como para encontrar una articulación diferente entre ambos lados de la estructura.

Nadie nos prepara para desarrollar una identidad suficientemente estable y flexible a la vez, como para no oponernos a las transformaciones inscriptas en nuestro instante natal ni quedar irremediablemente desorganizados por ellas. Y aún más lejos estamos de preguntarnos acerca de las cualidades que necesitamos desarrollar para poder entregarnos a la acción de la totalidad que subyace a nuestras vidas.

En realidad, cada vez que confundimos cualidad energética con reacción psicológica, estamos reforzando el paradigma del conflicto. Cualquier descripción que no muestre, al mismo tiempo, el aspecto defensivo con el que nos protegemos de aquello que nos excede, junto con el potencial interno para la transformación, tiende a cristalizarnos. Y cuando la identidad cristalizada se enfrente con el fatal desafío de su renovación, ésta sólo podrá producirse por medio de la destrucción, el dolor y el sufrimiento.

En general, aceptamos el conflicto como una inevitable condición de nuestra existencia. Sin embargo, deberíamos preguntarnos si esto realmente responde a la lógica profunda del Zodíaco o se trata de una interpretación que surge de nuestro condicionamiento colectivo.

 

Autor: Eugenio Carutti

Fuente: https://www.casaonce.com/publicaciones/articulos/no-existe-un-yo-anterior-la-estructura-natal-88/