Reconocernos en el Cosmos

Quiero comenzar comentando por qué estoy aquí, en un espacio de gente que está explorando e investigando «constelaciones familiares». No voy a hablar de astrología, sino que vamos a reflexionar un poco acerca de los supuestos en que está basada la astrología.

En verdad, ustedes tienen mucha más experiencia que yo respecto a constelaciones familiares. Pero, en la poca experiencia que tengo, parece obvio que el diseño de las constelaciones familiares y el de las constelaciones astronómicas y los signos zodiacales parecen hablar de lo mismo, o intentan dar cuenta de la misma información. En ese sentido, que ambos usen la palabra «constelación» ya es una invitación a encontrar un punto de encuentro. De hecho, creo que quien desarrolle constelaciones familiares astrológicas se convertirá en el nuevo Hellinger… (risas). A mí no me da la cabeza, pero sé que hay gente que ya lo está investigando.

Para la astrología, la carta natal simboliza el sistema completo de lo que somos, la totalidad de la expresión del ser. En tanto individuos con una identidad personal (es decir, en tanto entidades fragmentarias), nunca llegaremos a abarcar la complejidad de la totalidad. Siempre estamos yendo en pos de la totalidad, en búsqueda de comprender -cada vez con mayor amplitud- la complejidad de ese ser que se está desarrollando. La base de esa búsqueda -el viaje de la conciencia- es el constante cuestionamiento de fronteras, la disolución de límites que separan nuestra “vida interior” de aquello que creemos “exterior”.

Correspondencia, polaridad, generación

Profundamente, la astrología se basa en los principios herméticos. Esos principios son el cuerpo de los supuestos perceptivos y filosóficos de la tradición más esotérica. Voy a mencionar sólo algunos de ellos. Tienen la cualidad de ser muy elementales y simples, por lo cual son muy contundentes. Y entre ellos hay un principio que resulta fundamental en astrología: es el «principio de correspondencia».

El principio de correspondencia dice: “Como es arriba, es abajo; como es abajo, es arriba…”.¿Qué significa esto? Vemos en el cielo cierto orden y regularidad. Ese orden y regularidad celeste es símbolo de un potencial orden y regularidad en la experiencia en la tierra y en los seres humanos. El orden del cielo se corresponde con el orden humano. Sin duda, son buenas noticias para la sensación de caos que suele invadirnos. La regularidad de los ciclos planetarios -conocer el movimiento de los cuerpos en el cielo, calcularlos y poder anticiparlos- da una sensación de orden que calma nuestra angustia.

Pero, más allá de las buenas noticias de encontrarnos y reconocernos en un orden que nos tranquiliza, lo que profundamente está en el corazón del principio de correspondencia es que aquello que -aparentemente- está separado, en verdad, resultan planos que responden unos a otros. Esto es importante: no se trata de que uno cause al otro. Por cierto, habrá una astrología causalista que trabajará con el presupuesto de que el cielo “causa” situaciones en las vidas humanas. Pero, el principio de correspondencia es un poco más poético, más delicado y menos mecánico, y habla de planos que responden unos a otros en simultáneo.

El principio de correspondencia representa un primer cuestionamiento perceptivo: el de la aparente separación entre cielo y tierra. Lo que ocurre en el cielo y lo que ocurre en la tierra forman parte de un mismo sistema y el orden que podemos ver en un plano se corresponde con el orden que potencialmente podemos ver en el otro. Ese es el principio fundamental de la astrología.

Es muy bella la imagen de planos que responden unos a otros, no que se causan. Nuestra forma de organizar la realidad es muy causal; si bien es cierto que, en cierta dimensión, “causa y efecto” opera (y ese es otro principio hermético), desde una percepción más profunda, corresponder es mucho más amoroso que causar.

Otra ley hermética que quiero presentarles es la que se expresa como

«principio de polaridad»:

“Todo es doble, todo tiene dos polos; todo su par de opuestos: los semejantes y los antagónicos son lo mismo; los opuestos son idénticos en naturaleza, pero diferentes en grado; los extremos se tocan; todas las verdades son medias verdades, todas las paradojas pueden reconciliarse…”. El principio de polaridad dice que todo se presenta en dos polos y que ambos polos están fatalmente vinculados, uno no se entiende sin el otro y los polos que parecen opuestos en verdad son lo mismo, tienen una idéntica naturaleza.

En realidad, el principio de polaridad presupone que la realidad está organizada a nuestra experiencia inmediata en polos que parecen oponerse: el día y la noche, la luz y la oscuridad, arriba y abajo, etc. Sin embargo, uno implica al otro: no hay día sin noche, ni principio masculino sin principio femenino. La polaridad, antes que una tensión entre polos antagónicos, es una relación entre polos complementarios.

El principio de polaridad hace énfasis en el vínculo entre los polos, en la necesidad irremediable de verlos vinculados, y alerta acerca del hechizo de verlos separados. Esto todavía parece esotérico. El hechizo de la separatividad es muy convincente y organiza el mundo en que vivimos. En nuestra percepción habitual y cotidiana, la polaridad se nos representa como “bandos en pugna”; y, antes que ver relación entre polos, lo primero que hacemos es identificarnos con un polo y rechazar al otro. De inmediato, juzgamos como “bueno” -por supuesto- al polo con el cual nos identificamos y como “malo” al que rechazamos. Así trazamos una lógica de conflicto, una lógica bélica. El supuesto de que “la vida es lucha” es el principio de polaridad traducido (y distorsionado) en términos de polarización. Como verán es un supuesto muy excitante. Uno consigue relaciones amorosas, conquista metas y gana elecciones polarizando, antes que haciendo énfasis en el vínculo.

En principio, nos vinculamos con la realidad identificándonos en forma absoluta con un polo y allí vamos en pos de la derrota absoluta del polo que queda excluido. No vemos la realidad como polos en relación que generan todas las cosas.

Ese será otro principio hermético, el «principio de generación»:

la relación entre polos opuestos y complementarios es lo que genera todas las manifestaciones de la vida. Esto resulta obvio cuando referimos a los polos femenino y masculino. Sin embargo, antes que verlo como relación, de inmediato surge un juicio de valor (por ejemplo, la luz es “buena”, la sombra es “mala”) y se traduce la polaridad en términos de “conflicto excluyente” en lugar de vínculo generador.

Vamos a tener presentes estos principios herméticos (de correspondencia, de polaridad y de generación) a lo largo de nuestra conversación. Pero ahora ingresemos a una zona más psicológica.

Conciencia y destino

La astrología plantea una reflexión acerca del vínculo entre conciencia y destino. Y según cómo entendamos ese vínculo surgirán diversos modos de practicarla.

Por un lado, podemos ver en la astrología una herramienta para “descubrirme a mí mismo tal como soy en esencia y alcanzar al verdadero ser que soy…”, como si nos ofreciera casi una garantía de completud e iluminación. Más allá de las muy buenas intenciones que puede animar este propósito, hay allí un yo -una imagen personal de uno mismo- que se propone un logro superior. En esa visión, el viaje de la conciencia resulta una experiencia de mejoramiento personal, no de transformación. El vínculo con el destino aparece diseñado como una conquista que nunca cuestiona al conquistador.

Por otro lado, la astrología más divulgada está sustentada en un supuesto de control. El astrólogo queda convertido en alguien especial que puede “decirte tu destino…”, porque él sabe “lo que te va a pasar, qué te conviene y qué no te conviene para evitarlo…”. Por cierto, toda esta estrategia de control no pretende favorecer una comprensión profunda de lo que soy, sino que el yo “se salga con la suya”, que la imagen que tengo de mí mismo, en lucha contra el destino, logre conquistarlo e incluso vencerlo. Desde este supuesto, la astrología ofrece la mágica posibilidad de que el destino coincida con “lo que yo creo que soy” y con “lo que yo quiero que me pase”, gracias a la carta natal y a la no desinteresada colaboración del astrólogo… (risas). Esta mirada implica la disposición a sacrificar revelaciones creativas del ser a favor de “pasarla bomba” (en los términos en que lo entiende el yo). Y existen poderosos motivos para que éste sea el tipo de astrología más difundida.

Aunque parezca un poco teórico, creo que aquí vale la pena discriminar entre lo exotérico y lo esotérico. Lo exotérico refiere a un nivel de realidad muy explícito y evidente, en el cual habitualmente nos movemos; la realidad que refleja la cultura -oficial e institucional- esta sostenida en ese orden exotérico. Lo esotérico, por su parte, alude a una realidad velada; una percepción tan “real” como la otra, pero que parece un tanto “extraña” cuando se la presenta en el curso vigente de la cultura.

Todos compartimos un supuesto cultural muy contundente: el de ser individuos. En lo exotérico, todos adherimos, sin demasiado conflicto, en creer que somos la imagen que tenemos de nosotros mismos. No queremos que nos ocurra algo muy distinto a lo que -desde esa imagen personal con la que estamos identificados- pretendemos que nos suceda. Es más, muchas veces juzgaríamos injusto que el destino nos trajera experiencias distintas a las que planeamos. Y esto no está mal. Es legítimo pretenderlo. Sin embargo, les traigo malas noticias: desde su potencial esotérico, la astrología sugiere examinar esta relación entre ser y destino. De acuerdo a las leyes de correspondencia y polaridad, la astrología propone reconocer que el destino, antes que algo exterior a lo que soy, trae aquello que profundamente soy.

El destino no es algo que pueda confirmar o refutar lo que soy, porque el encuentro con el destino es el encuentro con lo que profundamente soy. Y, concretamente, «destino» son vínculos y hechos. El destino es todo aquello que me ocurre y todos aquellos con quienes me vinculo; lo que creo que elijo y lo azaroso también.

La astrología nos pone en contacto con la percepción de que lo que profundamente soy es tanto esa imagen que tengo de mí (identidad personal) como lo que le pasa a mi vida (destino). Y, en verdad, la cosa se pone mucho más interesante y creativa cuando el destino no confirma “lo que yo creo que soy”. En realidad, no es nada nuevo. Freud se hizo famoso por decir algo parecido: más allá de lo que deseamos conscientemente, hay un deseo inconsciente que se pone de manifiesto y genera un destino; al rechazar las experiencias del destino -porque no coinciden con lo que esperábamos- estamos rechazando contenidos de nuestro inconsciente, es decir, información acerca de lo que profundamente somos.

La mirada esotérica de la astrología nos invita a reconocernos en el destino, a incluir aquello que quiero expulsar de mi vida, a comprenderlo como manifestación de lo que profundamente soy. La astrología nos hace una oferta de inclusión. La astrología es una propuesta amorosa. Y al referir a amor e inclusión de inmediato lo relaciono con constelaciones familiares.

Aunque esotéricos, a poco de desarrollarlos, estos conceptos se ponen muy amables. En astrología hablamos de los propósitos de la personalidad y los propósitos del alma. Los propósitos de la personalidad serían aquellos deseos y objetivos que -legítimamente y con todo derecho- nos trazamos como metas para nuestra vida. Ahora bien, en la interacción con el destino -y sobre todo cuando el destino parece contradecir nuestros anhelos- se revelan los propósitos de una dimensión más profunda de nosotros mismos. Podríamos llamarla «la dimensión del alma» o la manifestación de «el orden del amor».

Los propósitos del alma nos invitan a correr el foco de nuestra conciencia, a poner en suspenso “lo que nos proponemos nosotros con la vida” para comenzar a ser sensibles a aquello que la vida parece proponerse con nosotros.

Lo lineal y lo circular

En verdad, el gran viaje a la conciencia tiene mucho más que ver con confiar en lo que el destino pone de manifiesto, antes que con lograr que la vida se ajuste a lo que nos proponemos. Y esto se vincula con diferentes paradigmas desde los cuales se percibe la realidad. La astrología, las constelaciones familiares y la psicología transpersonal comparten un paradigma circular (o en espiral) del viaje de la conciencia.

En cambio, nuestra percepción habitual de la realidad se organiza desde un paradigma lineal: el yo conquistando lo que desea en la vida. Es decir, desde una imagen (mental-emocional) de nosotros mismos con la que estamos identificados nos proponemos un objetivo superior: logros familiares, reconocimiento profesional, conocernos a nosotros mismos o alcanzar la iluminación espiritual.

Podemos abrir la percepción a lo trascendente desde el paradigma lineal o desde el circular. Hacer una cosa u otra no está ni bien ni mal.

El tema es poder discriminarlos como dos modos distintos de organizar la relación entre conciencia y destino. Sin duda, siempre efectuamos -aún de un modo inconsciente- juicios de valor. Tenemos que estar atentos a eso. Yo mismo en esta reunión “voy a darle con un caño” al presupuesto lineal y “a hacer promoción” al circular… (risas). Por cierto, la representación circular o mandálica del viaje de la conciencia predomina en las tradiciones espirituales. Pero el punto es observar que no pasa por juzgar “falsa” a una y “verdadera” a la otra, sino por registrar que se trata de dos modos de significar el desarrollo de la conciencia y de experimentarse a sí mismo.

Si reproducir en nuestras vidas la lógica lineal trajera felicidad, entonces estaría todo bien. Pero el punto es percibir que esa lógica genera sufrimiento. En algún momento del viaje se hará evidente que sentirse separado de la corriente de la vida e ir por la conquista de nuestros propósitos es fuente de dolor. Por supuesto, no se trata de que la lógica mandálica sea fuente de felicidad y anulación del dolor; por cierto, el viaje circular incluye dolor, porque el dolor es parte de la vida. El tema es que el supuesto lineal y conquistador genera un “dolor extra”, un dolor vano e innecesario, que sí puede disolverse. El punto de partida es observar esta ocurrencia de suponer que soy algo fijo, ya conocido o que aspiro a conocer. El supuesto de que soy algo definitivo -una imagen de mí mismo con la que la conciencia se identifica y que no puede ser cuestionada- congestiona la circulación de la vida, le impone condiciones al destino y sólo admite que éste lo confirme.

Por su parte, el paradigma circular propone que lo que soy es algo que está constantemente en revelación. Lo que soy es algo que está en constante dinamismo a lo largo de la vida. Y esta es otra ley hermética:

el «principio de vibración». Todo está en constante movimiento. Nunca nada estuvo quieto. El flujo incesante de la vida no puede detenerse. En el viaje del desarrollo de la conciencia no existe un punto de llegada, ni un objetivo en el que, una vez alcanzado, sólo reste permanecer.

Los invito a registrar cómo este supuesto de logro definitivo y de fijar el movimiento de la vida impregna nuestra percepción de la realidad, al punto de considerarlo como algo “objetivo” y “deseable”. Con las mejores intenciones, anhelamos “descubrirnos a nosotros mismos”, “llegar al centro de nuestro ser”, “alcanzar nuestro Yo Superior”, etc. Incluso valoramos patrióticos lemas como “serás lo que debas ser o sino serás nada”.

Ser Circularidad

Quienes trabajamos en consultas o estudiamos astrología, o quienes desarrollan o se forman en constelaciones familiares, sabemos que es crucial animarse a poner en suspenso la imagen de nosotros mismos con la que estamos identificados, salirnos de la lógica lineal que nos hemos trazado y empezar a reconocernos en circularidades.

Esto significa aceptar que acaso “no soy el que creo ser” y “no voy a llegar adonde creo que merezco llegar”. No es sencillo comenzar a ser sensible y reconocernos en una cantidad de información acerca de mi vida que en aquel diseño lineal quedaba excluida y descartada. ¿Qué información? Aquella que llega a mi vida a través de todos los vínculos que establezco con los demás y de todos los sucesos que vivo.

La astrología es profundamente amorosa, por lo cual es profundamente inclusiva. Para la astrología, no hay experiencia aleatoria o insignificante, sino que todo lo que me ocurre posee un potencial de significado para el proceso profundo de la conciencia.

Muchas veces, concentrados en nuestros propósitos personales, no percibimos ese potencial de significado que tiene aquello que nos ocurre. Pasamos por alto las sincronicidades: información valiosa que aparece en nuestra vida de un modo involuntario y aparentemente casual, y que por eso descartamos o ni siquiera registramos.

El concepto junguiano de «sincronicidad» nos resulta de gran ayuda y nos recuerda que todo el tiempo están ocurriendo sucesos que -sin habernos propuesto que ocurrieran- son significativos a nuestro proceso de desarrollo de conciencia y de revelación profunda de nuestro ser. Desde la mirada lineal, no les prestamos atención a esos eventos ni percibimos sus significados porque resultan invisibles, los creemos azarosos o directamente los descalificamos porque no resultan funcionales a nuestros propósitos.

Por ejemplo, todavía tenemos que hacer un esfuerzo para darle importancia a los sueños. Aún hoy, más de 100 años después de Freud, es muy fuerte en nosotros la tendencia a creer que los sueños son “cosas raras” que hace la mente cuando dormimos, que son un poco disparatados y absurdos. Todavía no nos consta que los sueños resultan significativos y por eso tendemos a olvidarlos. Todavía creemos que la realidad es el mundo de la vigilia -lo que pensamos y racionalizamos- y que el mundo onírico es una manifestación surrealista del psiquismo, es un tanto estrambótica y sin demasiado valor.

Sin embargo, desde la lógica circular, un sueño sería un acto de sincronicidad. Estoy con cierto debate en mi vida y -de pronto- aparece un sueño que, en principio, puede parecer ajeno a esa preocupación, pero que, deteniéndome en él, meditando su significado (con la ayuda de un “baqueano en sueños”), puedo descubrir la respuesta adecuada y pertinente para esa situación que me atemorizaba o incluso alguna clara clave que anticipa el futuro.

Parece evidente que, hechizados en este esquema lineal e identificados con una imagen fija de nosotros mismos que sólo admite confirmarse, descartamos y no registramos información valiosísima que cierta dimensión profunda de nosotros mismos -podríamos decir el alma- está constantemente proponiéndole a la conciencia.

Por cierto, la mirada lineal parece lógica, clara y efectiva: desde un punto de partida me propongo un objetivo, lo logro y permanezco allí, en ese punto distante al del inicio. En cambio, la mirada circular propone una paradoja: surge un deseo y su consumación me lleva al lugar de arranque. Parece un diseño absurdo: ¿para que me fui si voy a volver al mismo lugar? No obstante, en esa paradoja hay una clave.

Desde la lógica circular del mandala zodiacal de la astrología -y también desde cierta mirada transpersonal de la psicología-, el desarrollo de la conciencia implica discriminarse de una indiferenciación primaria, discriminarse del mundo de los padres o del mundo del clan, para desplegarse como sujeto individual consciente y autónomo. Sin embargo, en cierto momento del viaje, la conciencia descubre que no está aislada ni es independiente, sino que está vinculada con todo lo demás y vuelve a reunirse con la totalidad. El sentido del viaje es que ese contacto con la totalidad -y la posibilidad de reconocerme en el cosmos- ya no implique una indiferenciación caótica, sino una natural emergencia propia del desarrollo de la conciencia. La percepción de participar de la totalidad con conciencia no es estar fundido inconscientemente en un caos primigenio, sino la experiencia consciente de, habiéndose separado, recordar la pertenencia a la totalidad y reunirse con el cosmos.

Todo esto puede sonar bonito y estar muy bien, pero para la mirada lineal lo que yo acabo de decir es un absurdo: “¿Cómo que no soy un individuo separado? ¡Es evidente yo estoy separado de todo aquello que no soy..!”. Para reconocer que, antes que individuos separados, profundamente somos vínculo, tiene que haber entrado en crisis la convicción de que el mundo externo que percibo es ajeno a lo que soy. En astrología, la percepción de que, en verdad, lo que soy se revela en una trama compartida con los demás está específicamente implicada en una zona del zodiaco: Escorpio. Esta es la única referencia astrológica que voy a hacer en esta charla. Pero ya podrán imaginar entonces por qué los escorpianos tienen fama de jodidos…

Para dar cuenta de la complejidad que se ha presentado en determinado momento de mi vida (la etapa del viaje de la conciencia que llamamos “Escorpio”), resultará necesario soltar la ocurrencia de que tengo el poder de decisión acerca de “lo que mi vida debe ser”, disponerme a perder el control de “lo que creo que es deseable para mi vida” y exponerme a la fantasía de morir, de “dejar de ser yo”. Y aquí es necesario formularse una pregunta: ¿Por qué controlamos? Controlamos para no morir. Controlamos para que subsista la imagen que tenemos de nosotros mismos. La lógica lineal está sostenida en el supuesto de que “la vida es lucha”. Y en “la batalla de la vida”, si no controlo seré sometido por el otro. Controlamos para no ser sometidos.

Para que se revele la circularidad del viaje de la conciencia tiene que desvanecerse el supuesto de lucha por el dominio absoluto de un polo sobre el otro. La astrología identifica este momento como “Escorpio”. Ya Freud nos había advertido que lo que profundamente anima nuestras emociones y nuestras decisiones brota de una oscuridad inconsciente que nunca podremos develar. Nos trae esta mala noticia: nunca podremos estar seguros de quién somos porque, en verdad, estamos a expensas del inconsciente.

Soltar el hechizo de que somos individuos autónomos, independientes y separados del resto de la corriente general de la vida es todavía una epopeya espiritual para nosotros. Tiene que ponerse muy complicada nuestra vida para que lo aceptemos; y ni siquiera a veces eso es suficiente. El yo cree que podría controlar la circulación de la vida, ajustar la voluntad de los demás y del destino a sus deseos particulares.

Por eso, confiar en aquello que no puedo controlar, asumir que somos funcionales a un sistema que nos excede, es una percepción que brota de la caída de aquel supuesto de control personal. Es entregarse a los propósitos de la vida. Es reconocer y aceptar que los propósitos del alma se valen de nuestra experiencia personal y no hay la menor chance de que sea posible lo contrario, de que nuestra personalidad logre valerse de los propósitos de la vida.

El encanto (y la pesadilla) del control

En este nudo del viaje de la conciencia (que llamamos “Escorpio”) surge el tema de las pulsiones y el poder. Habitualmente asociamos poder con “control” y “retención”. Pero, si poder se convierte en “control” y “retención”, entonces fatalmente será colapso, porque no hay ninguna manera de controlar el pulso de la corriente de la vida exitosamente por siempre. Que una forma particular intente contener la potencia de la vida, que un individuo pretenda controlar su mundo vincular, es algo que -aunque logre tener éxito en el corto plazo- tiene un destino ya inscripto en el tiempo: el estallido, el colapso, el derrumbe… Concentrar poder en un único y exclusivo lugar atrae rayos. Toda “torre gemela” atrae aviones tomados por “terroristas”. Este es un contenido del inconsciente humano respresentado en imágenes simbólicas como, por ejemplo, el «Arcano 16 – La Torre» del tarot: una construcción de apariencia sólida que es destruida por un rayo y desde la cual caen al vacío -nada menos- el Papa y el Emperador.

Toda forma humana que intenta concentrar la circulación del poder tiene ya implícito su colapso. Toda retención de la libre corriente de la vida genera toxicidad. Toda apropiación provoca congestión y dolor. Toda frontera crea frentes de batalla.

De hecho, Escorpio nos recuerda a la muerte. Si somos conscientes de que vamos a morir, pierde sentido querer concentrar todo en la voluntad personal (que es operada en este cuerpo que va a morir). Mi cuerpo me dice que la vitalidad que lo anima está circulando. Sin embargo, el pasaje de percibir poder como circulación antes de “poder como control y retención” todavía requiere coraje espiritual. Es necesario animarse y atreverse a un alto desafío para la conciencia: estar dispuestos a renunciar al encanto de sentirnos individuos autónomos, independientes y separados de los demás. Somos personalidades sensibles a hechizos de control exclusivo del poder.

Cuando le consulto al astrólogo cómo puedo hacer para evitar el próximo tránsito de Saturno al Sol (porque Saturno es “maléfico” y el Sol “soy yo”), en verdad, estoy queriendo controlar la corriente de la vida. Y quiero controlarla “con las mejores intenciones”. Pero, ¿cuál es la fuente del deseo de control? El miedo. Nada nuevo: el origen del anhelo de control es el miedo. El miedo es constitutivo al yo, el miedo es la sustancia misma de esa imagen que tenemos de nosotros mismos y que pretendemos confirmar, conservar y llevarla al éxito en el mundo. Esto no está ni bien ni mal. Pero, aceptemos que miedo es inversamente proporcional amor. Si definimos que amor es inclusión y confianza, entonces miedo es repliegue sobre sí mismo y recelo de los demás.

Sé que esto no es nada nuevo, pero es bueno recordarlo. En la experiencia de ser individuos separados hay un miedo de base que es la fuente de todas estas situaciones que estamos hablando. Un miedo a entregarme a aquello que no puedo controlar, a confiar en aquello que escapa a mi voluntad.

Por cierto, nada coopera demasiado para que deje de ser así. Venimos de una tradición donde la imagen de lo divino, la representación de la totalidad, configura un Dios que es “masculino” y “padre”, un dios-padre que sabe lo que tenemos que hacer y qué mandatos debemos cumplir. Esa imagen ya genera toda una distorsión respecto a lo que es la corriente amorosa del universo, porque el amor de ese Dios es un amor un tanto ambivalente y desconcertante: te pide que estés dispuesto a matar a tu hijo y después -como es bueno- te detiene en el momento justo en que ibas a consumar el sacrificio. Un dios-padre y único es una imagen del amor universal ligada al deber, a la ley y a la autoridad masculina. Imaginemos la distancia que existiría, por ejemplo, con una imagen de la totalidad compuesta, no por “un dios solo y masculino”, sino por “una pareja de dioses” (en lo posible masculino y femenino, y -mejor aún- copulando). En Oriente existen este tipo de representaciones de lo divino: una imagen de la totalidad ligada al amor, a polos diferenciados que se aman, y que sugiere que toda la vida que podemos contemplar en el universo es fruto de este profundo encuentro amoroso. En esa imagen, la creación, antes que un acto magnifico de un sujeto único, masculino y padre, queda asociada al fruto de una cópula sexual. Creo que tiene más ventajas esta segunda forma de representar que la primera… (risas). Y ni qué hablar del peso de ese dios-padre si, además, es “la luz”, porque ¿qué queda para lo femenino ?: “la oscuridad”.

Por eso, cuando nos disponemos a formarnos en constelaciones familiares o en astrología tomemos en cuenta que nos estamos “metiendo en problemas”, porque habrá un mundo en el cual ya no podremos habitar. Y no es una cuestión de ideas, conceptos u opiniones. Sé que esto es “políticamente incorrecto” pero creo que es necesario decirlo: no se trata de un debate intelectual en el que se comparten las opiniones coincidentes o, con diplomacia, se toleran las divergentes. Explorar en astrología -y estoy seguro que también en constelaciones familiares- es un tema que involucra y compromete la sensibilidad y la percepción. El entrenamiento de la astrología implica una alteración de la percepción. En ese sentido, la astrología no es conocimiento. Por supuesto, tiene una filosofía, tiene un conocimiento y tiene técnicas; pero la clave está en que, profundizando en ella, la astrología habrá de alterar mi descripción habitual de la realidad, incluyendo aquello “que yo creo que soy”. El entrenamiento en la astrología va a transformar la imagen de lo que yo creo ser. No va a resultar un conocimiento que se sume nuestro bagaje de saber, ni va a hacernos mejores personas, sino que va a transformar a esa persona que creemos ser y que quiere mejorar. Lo relevante no es que la personalidad mejore, sino que se transforme.

Nuevamente, recordemos el tema del coraje, ¿Por qué coraje? Siendo un principiante o un experto en la exploración de estas disciplinas, siempre vamos a resistir la información que nos brindan. Siempre vamos, en principio, a sentirnos amenazados por cualquier información que provenga de un estado expandido de conciencia. Y resistimos esa información por supervivencia, porque toda forma tiende a permanecer en su mismo estado. Tendemos a conservar la forma que habitamos y con la que estamos identificados.

Esto es absolutamente legítimo. Sin embargo, al mismo tiempo, no podemos evitar transformarnos. En algún momento se hará evidente que esa forma -conocida y segura- resulta insuficiente e incapaz de contener la nueva información que ingresó en el sistema. No es que hay que transformarse porque lo dictamine una autoridad, ni que nuestra percepción de la realidad se vea alterada porque obra de una voluntad externa que ha influido en nosotros, sino que se habilita el contacto con una información que no puede entrar en los bordes de “lo que yo creo que soy” y “lo que yo creo que es la realidad”.

Las percepciones y las ideas

Aquí se abre el tema de la dinámica entre percepciones e ideas. Tenemos muy valoradas las ideas y tendemos a someter aquello que percibimos a lo que creemos. Siempre me llama la atención que se considere “coherente” a alguien que conserva las mismas ideas durante 35 ó 40 años. Por cierto, puede ser que esa permanencia sea testimonio de la solidez de sus ideas, pero uno se ve tentado a preguntar: ¿no te paso nada en la vida…?

No por hacer una apología de la duda, sino porque parece mucho más natural que un sistema o complejo de ideas sirva como cause de un cierto estado de sensibilidad perceptiva durante un tiempo hasta que, en algún momento, comience a mostrarse insuficiente e ineficaz para lo que nuevas olas de sensibilidad perceptiva empiecen a registrar de la realidad.

Puede parecer una mirada optimista, pero creo que esta dinámica entre sensibilidad perceptiva e ideas siempre tiende a favor de dar cuenta de mayor complejidad y, por lo tanto, creatividad. La conciencia es sensibilizada a percibir una información que desborda la construcción de ideas (otra torre) en la cual nos habíamos sentido firmes. En algún momento del viaje de la conciencia, somos sensibles a una información que no podemos organizar dentro de los límites en los que encontrábamos coherencia. Esa percepción desbordante y desorganizante nos obliga a incluir mayor nivel de complejidad, y esto implica una crisis de nuestro sistema de creencias (religiosas, filosóficas, políticas o lo que fuera). No es un tema de “ideas vs. percepción” (lo cual sería una polarización: los “perceptivos” vs. los “ideológicos”), sino ver la dinámica de polaridad entre ideas y percepción: la sensibilidad perceptiva necesita encontrar un encuadre en ideas que, en algún momento del viaje de la conciencia, resultarán insuficientes para contener lo que una nueva ola de sensibilidad ha comenzado a percibir.

Esta dinámica entre ideas y sensibilidad resulta muy poco evidente en nuestro funcionamiento cotidiano, en esa dimensión de la realidad que hemos llamado “exotérica”. Tenemos muy valorado el mundo de las ideas, disociado de la sensibilidad perceptiva. Asociamos nuestras ideas, valores, y creencias a un ejercicio racional, a una elaboración intelectual. Confundimos “lo que percibo” con “lo que pienso”.

En verdad, las ideas están asociadas a estados de sensibilidad perceptiva. Nadie puede demostrarle racionalmente a otro un estado perceptivo. Nadie puede compartir una percepción a la que el otro no sea sensible. Intentar demostrar una determinada percepción es como explicar lo que sentí con una película o con una sinfonía… ¡Plomazo total! (risas). Alguien que te cuenta una película te aburre, quiere transmitir lo que le despertó esa película o esa sinfonía, pero no puede siquiera aproximarse a esa sensación. Sólo participando de esa experiencia perceptiva -viendo esa película o escuchando esa sinfonía- se puede tener la vivencia y compartirla. Y tampoco es seguro, porque, aún teniendo la misma vivencia, las diferentes sensibilidades generan diferentes percepciones.

Es muy interesante aplicar esto a uno mismo.

Seguramente, habrán tenido la experiencia de volver a ver una película luego de 20 años y percibir algo completamente distinto a lo que habíamos registrado entonces: nos conmueve ahora algo que entonces nos había aburrido, o viceversa. La película es la misma. Es evidente que es la sensibilidad perceptiva la que se ha alterado y ahora es capaz de registrar lo que antes no estaba a su alcance, o ha dejado de responder a una cualidad vibratoria a la que antes era sensible.

Preguntas finales

Bueno, ¿alguien quiere hacer algún comentario sobre que hemos desarrollado hasta aquí?

Con respecto a lo que recién estabas comentando acerca de la percepción, ¿se puede astrológicamente ver en una carta natal el estado de conciencia de una persona? ¿Es posible que la persona no expanda la sensibilidad de su percepción porque su carta no se lo permite?

No tanto porque su carta que no se lo permita…

¿No aparece en la carta el estado de evolución de una persona?

Siendo coherentes con lo que acabamos de decir, la carta natal es una estructura que está en constante revelación, atravesando climas que estimularán determinadas potencialidades. Por ejemplo, ante un clima de muchísima sensibilidad es posible que se revele la conciencia de ser vegetariano. Por supuesto, alguien puede adoptar una dieta vegetariana por adherir devocionalmente a un gurú oriental, a la ley del Karma, es decir, por una decisión consciente y voluntaria, argumentada con sólidas explicaciones. Pero, también puede ocurrir que, sin adoptar una posición filosófica, religiosa o ideológica, aún siendo un chacarero bonaerense (risas), en cierto momento de su vida pueda sorprenderlo una experiencia de empatía inédita y sentir lo que siente ese otro ser, puede abrirse la compasión por el sufrimiento del ternerito que está subiendo al camión de hacienda.

Y es posible que, sin argumentos ideológicos ni adhesión a gurú alguno, sino por puro impacto sensible, ya no pueda comer carne. Los astrólogos diríamos que es muy probable que el chacarero haya tenido un tránsito a Neptuno en esa época de su vida… (risas). No es una decisión consciente, sino una respuesta sensible que se impone a su conciencia. Ese clima -ese tránsito de Neptuno- también “está” en su carta natal. No hay carta natal que no incluya a Neptuno y sus tránsitos. Ese clima propició una determinada vibración en su campo de percepción y su conciencia ha sido sensible a ella. Eso produce que comience a registrar algo que hasta ahora no era capaz de percibir; por ejemplo, que comience a registrar crueldad donde antes no la percibía.

Lo que quiero subrayar es que, si mi vegetarianismo fue adoptado por ideología o disciplina religiosa, entonces perfectamente podré encontrar nuevas ideas que justifiquen retornar al viejo hábito. En cambio, si ese cambio de conducta se produjo por una alteración de la percepción y esa expansión de sensibilidad es orgánicamente incorporada, no hay vuelta atrás, no puedo volver al estado previo (o, al menos, no sin riesgo patológico). Es sentir la vibración. Es una información que llega al cuerpo…

Creo que es una información sensible antes que racional. Es un orden de correspondencias: si lo emocional no acompaña al nivel intelectual que capta esa información, si mis emociones siguen siendo indiferentes al dolor del animal, entonces es probable que la decisión de no comer carne se sostenga sólo un tiempo.

La alteración de estas conductas no es un logro de la voluntad, ni un entendimiento racional, sino que se produce por agotamiento de un cierto modo de organizar la percepción. Esa modalidad perceptiva tiene una correspondencia entre lo sensible y lo químico, entre lo emocional y lo racional. Si no se agota ese modo de percepción, aunque lo reprima (por ideología filosófica o religiosa) volverá -seguramente con más fuerza- a dominar mis respuestas a la experiencia.

De acuerdo con el principio de correspondencia (“como es arriba, es abajo”), el caos sería una ilusión, porque si arriba esta ordenado abajo tiene que estar ordenado…

Por principio de polaridad (“todo es doble, todo tiene su par de opuestos”), caos y orden son dos polos de una relación. ¿Qué significa esto? Todo es caótico y ordenado todo el tiempo. Todo está caotizándose y ordenándose al mismo tiempo. Lo ordenado comienza a desordenarse y lo desordenado encuentra un orden.

Tenemos una percepción distorsionada del principio de polaridad: tendemos a dividirlo en polos antagónicos en lucha excluyente. Pero cuando vemos la relación entre polos, el lazo que une a los bandos en pugna, entonces se hace cada vez más difícil sostener que son “cosas separadas”. Por supuesto, ver el vínculo entre polos no implica dejar de percibir que son cosas diferenciadas; pero no tienen la menor posibilidad de separarse. Polos diferenciados en vínculo, extremos que están fatalmente condenados a vincularse. Trasladado a lo psicológico, esto tiene que ver con el tema de «la dinámica luz y sombra».

La dinámica luz y sombra nos es muy útil para acompañar el desarrollo de la conciencia. Y aquí también hay un fallido en el que vale la pena reparar. Como para todos la luz es “buena” y la sombra es “mala”, entendemos que el juego luz y sombra se trata de “atacar la sombra y traerla a la luz”, hasta convertirnos en algún momento en una “gran bola de luz” que ocupe el universo, que debe ser lo que todos entendemos por estar “iluminados”… (risas).

En verdad, la dinámica luz y sombra sugiere que la luz se corresponde con la sombra; más específicamente, “esa” luz (la imagen que tenemos de nosotros mismos) tiene “esa” sombra (nuestras partes negadas, reprimidas y proyectadas en los demás). De modo que, si la conciencia -movilizada por el dolor que produce en su vida- reconoce la sombra, al mismo tiempo tiene que inevitablemente cuestionar la luz. La luz no es autónoma y separada de la sombra, y viceversa. Por supuesto, yo puedo creer que sé quién soy y que, gracias a lo que trabajé en terapia o en consulta astrológica, he logrado controlar mis partes oscuras y logré mejorar. Pero, es muy probable que llegue el momento en que alguna situación de mi vida reproduzca esa sombra que había creído dominar y me dé cuenta que me estafaron con la terapia o con la astrología…

Hacer contacto con la sombra lleva a cuestionar la imagen que tengo de mí, a comprobar -no sin dolor- que yo no soy realmente el que creo que soy. Precisamente, esa sombra se ha generado porque yo creo ser quien soy. No hay posibilidad de “incorporar sombra”, sólo de disolverla. La sombra se disuelve mágicamente cuando yo hago consciente su vínculo con la luz. Y esto no implica un caos despersonalizante, porque cuando ya no pueda sostener esa imagen luminosa de mí, surgirá otra imagen de mí que, por supuesto, generará otra sombra, que se disolverá al verla asociada a la luz, de lo cual surgirá otra imagen luminosa de mí, etc., etc., etc. Esa es la inagotable dinámica luz y sombra del desarrollo de la conciencia.

Al respecto, Ken Wilber dice que, a medida que se va “ascendiendo” en la escala de iluminación, los desafíos psicológicos son más severos. Dice algo así como que el desequilibrio psíquico puede ser más duro a mayor expansión de conciencia. En verdad, es lógico. A mayor luz, la sombra ya no será “la suegra” sino, por ejemplo, “la tradición religiosa de Occidente”. Y si ya es complicado trabajar “la suegra” como sombra, ni les digo “la tradición religiosa de Occidente”…

 

Autor: Alejandro Lodi

Fuente: http://www.astro-sintesis.com.ar/index.php/articulos/articulos-sobre-astrologia-psicologica/117-reconocernos-en-el-cosmos-alejandro-lodi